En defensa del cambio de hora.

Doy encantado esa hora que nos quitan en torno al equinoccio de primavera. Esos trastornos de los que hablan con exageración en los programas de radio de media mañana o de alta madrugada duran mucho menos que un jet-lag, y su efecto benéfico (es decir, la generosidad de las tardes, la llegada amable y lenta de la noche cuando uno ya no necesita más día) se mantienen durante casi medio año.
 
A mí me gusta ese trasiego de relojes cada medio año, la extrañeza del primer día, esa falsa impresión de que podemos modificar el tiempo, ese ir todos a una contra el sol y la tierra. Dirán que no somos capaces de ponernos de acuerdo en casi nada, pero ¿no es prodigioso que casi nadie lleguemos tarde al trabajo o al colegio al día siguiente del cambio de hora? Incluso Bribón, el perro, tarda poco en hacerse a la nueva hora, porque puede más nuestro ritmo que el de los astros, tan lejanos. Y ¿no es prodigioso que en el ordenador, en el iPlus, en cualquier aparato medio moderno la hora se haya ajustado automáticamente? Así que el cambio de hora habría que mantenerlo incluso aunque se demostrase que es completamente ineficiente como medida de ahorro energética, aunque sólo sea como muestra de lo que, juntos, somos capaces de conseguir. 
 
No entiendo cómo en ninguna plaza de ningún pueblo hay una estatua o monolito dedicado al cambio de hora. Es toda una muestra de civilización humana: las sociedades humanas son capaces de algo tan grande como corregir al Sol.
 
Eso sí, que no nos digan entonces que no somos capaces de cosas infinitamente más fáciles como suprimir los paraísos fiscales o erradicar el hambre.

1 Respuesta

  1. Adso

    De eso último quizá seremos capaces cuando, en un par de instantes al año, algún ingenio automatizado lo haga por sí solo.

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