El Tribunal Constitucional en juego.

Está a punto de consumarse la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional que le dota de instrumentos procesales y de potestad para intervenir activamente en la ejecución de sus propias resoluciones. La reforma procede no de un proyecto de ley del Gobierno previa su tramitación ordinaria, con los consiguientes informes y dictámenes de órganos cualificados como el Consejo de Estado y el Consejo General del Poder Judicial, sino de una proposición de ley del Grupo parlamentario popular presentada y defendida inicialmente por quien no formaba parte de ese grupo parlamentario (el Sr. Albiol), pero sí había sido designado por su partido como candidato a las elecciones autonómicas de Cataluña.
 
Como todo en la vida, esta iniciativa legislativa del Grupo parlamentario popular es susceptible de valoraciones complejas. Quiero decir que no todo su contenido es un disparate, una sobreactuación política o una desnaturalización del Tribunal Constitucional, tal y como viene concebido en la Constitución. No es necesariamente un desacierto intentar fortalecer la ejecutividad de las resoluciones del Tribunal Constitucional estableciendo procedimientos que les doten de eficacia frente a incumplimientos deliberados, porque la eficacia de las resoluciones del Tribunal Constitucional tiene que ver con la eficacia de la misma Constitución, y porque la sensación de que pronunciamientos claros, directos e inequívocos del Tribunal Constitucional pueden no hacerse efectivos durante un largo tiempo supone un debilitamiento de la democracia constitucional contra el que es legítimo reaccionar.
 
¿Dónde están, entonces, los reproches?
 
En primer lugar, desde luego, en las formas: se trata de una reforma muy importante de una ley (orgánica) muy importante que habría requerido intentar un consenso parlamentario, y no sólo tirar de la mayoría automática, eludiendo el control institucional de una valoración por el Consejo de Estado y el CGPJ, e imprimiendo de manera clara la marca partidista, al presentarse como proposición de ley de un grupo parlamentario, y ni siquiera como proyecto de ley del Gobierno.
 
En segundo lugar, en su apariencia. Insisto en que la idea central de la reforma puede encontrar buenas razones, pero es evidente que, para la opinión pública, de lo que se ha tratado es de cambiar el Tribunal Constitucional, convirtiéndolo de pronto en una pieza a utilizar ante un determinado escenario concreto, que no es sino la anunciada declaración unilateral de independencia por parte de un parlamento autonómico. La apariencia, pues, es de una ley ad hoc, es decir, dictada con premura para un caso concreto. Ya sé que esta apariencia puede no ser un "mal menor" asumida por el Partido Popular, sino quizás (y esto sería lo más grave), una imagen buscada de propósito con fines electorales, porque dada la gravedad de los anuncios inconstitucionales de las fuerzas independentistas catalanas, buena parte de la población aplaudirá (electoralmente) cualquier reacción que se visualice como contundente.
 
En tercer lugar, por la inclusión de una medida cuyo alcance está llamado a causar más problemas que ventajas: la potestad otorgada al Tribunal Constitucional de acordar la suspensión de autoridades nombradas por Parlamentos (nacional o autonómicos) o por corporaciones municipales, incluso "inaudita parte", es decir, sin proceso contradictorio. Ya sé que la Constitución está por encima del poder ejecutivo (nacional o autonómico), nadie discute esa premisa, pero lo que la reforma altera es cómo se hace valer esa prevalencia. Hasta ahora, los mecanismos eran los del Derecho penal (delito de desobediencia) y la potestad de los tribunales (no designados por el Gobierno ni por los parlamentos) de ejecutar lo juzgado, y sólo podían llevar a la inhabilitación tras una condena penal dictada tras un proceso seguido con todas las garantías, sin perjuicio de la suspensión inmediata de la eficacia de normas o resoluciones inconstitucionales. A partir de la reforma, una mayoría simple de magistrados del Tribunal Constitucional (seis votos, incluido el de calidad del presidente, frente a otros seis) puede acordar que un Presidente del Gobierno deje de serlo (indefinidamente), y puede hacerlo prácticamente sin procedimiento, inaudita parte, y contra la voluntad de todo un Parlamento, que es el único legitimado constitucionalmente para elegir o remover al Ejecutivo.
 
La reforma puede suponer algo que deliberadamente quiso evitarse en la Constitución: introducir al Tribunal Constitucional en el terreno de la inmediatez política. Lo que resulta especialmente inapropiado habida cuenta del sesgo político del sistema de nombramiento de sus magistrados: ocho por las Cortes Generales, dos por el Gobierno y dos por el CGPJ. Ese sistema, matizado con la renovación por tercios (que impide una directa traslación de las mayorías parlamentarias coyunturales al perfil de los componentes del Tribunal) es a mi juicio adecuado para la función de interpretar dudas constitucionales, pero no lo es si se le atribuyen competencias que pueden incidir directamente en el terreno de juego político.
 
Si se quiere fortalecer la ejecutividad de las resoluciones del Tribunal Constitucional habría modos mucho más respetuosos con nuestra cultura jurídico-política y constitucional.  En mi opinión (desde luego no experta), la suspensión de funciones de quien ostenta un mandato alcanzado a través de los cauces constitucionalmente previstos,  no debería en ningún caso acordarse como medida cautelar, sino sólo como sanción de inhabilitación tras la prosecución de un procedimiento de naturaleza penal con todas las garantías, o mediante procedimientos parlamentarios. Para defender la Constitución no veo necesarias medidas cautelares o ejecutivas de ese calibre: si una autoridad desobedece una resolución del Tribunal Constitucional, puede desde luego suspenderse (mientras se tramita el procedimiento de anulación) la orden, decisión o resolución dictada por la autoridad que la desobedece, sin necesidad de desproveer (temporalmente) del cargo a ese Presidente mientras no recaiga una condena de inhabilitación dictada por un tribunal perteneciente al Poder Judicial. Al que, por cierto, no pertenece el Tribunal Constitucional.  El Tribunal Constitucional está diseñado para "decir", no para hacer cumplir. Y eso no fue un olvido, fue una opción deliberada que ahora va a cambiarse por una claudicante mayoría parlamentaria.

En todo caso, la voluntad política de permitir mecanismos de suspensión cautelar de autoridades por desobediencia a resoluciones del Tribunal Constitucional, menos reproches recibiría, entiendo, si esa potestad se atribuyera a una Sala Especial del Tribunal Supremo, como órgano integrante del Poder Judicial, que es el encargado de juzgar y ejecutar lo juzgado, sin perjuicio de un ulterior control del Tribunal Constitucional en segunda instancia.

 
No está de más decir, por último, que resulta muy dudosa la constitucionalidad de la reforma, por vulneración del artículo 153 CE, que de manera inequívoca establece que el único control que corresponde al Tribunal Constitucional respecto de la actividad de los órganos de las Comunidades Autónomas es "el relativo a la constitucionalidad de sus disposiciones normativas con fuerza de ley" (sin incluir, por tanto, otro tipo de actos, como declaraciones sin fuerza legal, reglamentos, actos administrativos o desobediencia de hecho).
 
Y si la desobediencia de una autoridad autonómica tiene una "especial trascendencia constitucional", para eso la propia Constitución tiene previstos otros mecanismos que dejan a salvo la función propia del Tribunal Constitucional, haciendo entrar en juego al Gobierno y al Senado. El artículo 155 establece que "si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general". Aunque mejor no ahondar en este mecanismo, no vaya a ser que surjan tentaciones de desarrollar por Ley Orgánica el artículo 155.

Deja tu comentario

Los comentarios dan vida al texto y lo pone en movimiento.