“El hoy es malo, pero el mañana es mío”, de Salvador Compán.

El hoy es malo

Estamos en Daza, una ciudad imaginaria que es una mezcla física de dos ciudades conocidas, Úbeda y Baeza. Estamos en los años 60, en una ciudad interior llena de glorias pasadas que parece un pantano inaugurado a diario por Franco: un pantano que ahoga cauces revueltos que se han quedado sin espacio. La ciudad, como España entera, se empeña en un relato al que llama “XXV años de paz”, porque hace veinticinco años que unos ganaron la guerra que otros perdieron, y a eso quieren llamarlo paz, como si todos hubieran ganado. En Daza, en los años 60, Vidal Lamarca trabaja en la empresa de transportes de Sebastián Lanza y da clases de dibujo por las tardes en su casa a un grupo de talentosos y aficionados que lo admiran. Pero tampoco parece pasar nada dentro de Vidal Lamarca, instalado en la quietud defensiva de los lagartos y en los escombros de un alma destrozada que sólo sabe sobrevivir.

Pero en Daza, en los años 60, en la empresa en que trabaja Vidal Lamarca, arrumbado bajo una acacia, hay un viejo camión soviético. El zoom se fija pronto en ese camión y nos los señala como un elemento incomprensible. Ese camión es un resto del ayer, y ese ayer es la novela.

Uno piensa en el camión y sospecha que quizás algo lo accione y lo ponga en movimiento. Quizás Vidal Lamarca también lleva dentro un camión soviético que está esperando activarse. Tiene que abrirse alguna grieta por la que todo se precipite hacia un ayer que se sugiere. Y entonces aparecen una pistola, y una mujer. Unos disparos furtivos de entrenamiento en una mañana de invierno en los alrededores de la ciudad, y una visita inesperada de una mujer, que rasgarán la superficie de Daza, de los 25 años de paz y de Vidal Lamarca. ¿Hacia dónde? Hacia el pasado ahogado debajo del pantano, claro. Hacia la guerra. Después de la visita de la mujer, Vidal, turbado, toma por fin la determinación de contar su vida, y lo hace a través de una novela gráfica, de la que al principio sólo sabe cuál será la viñeta final hacia la que irremisiblemente deberá dirigirse. Vidal “tiene la seguridad de que en él está el remolino que atrae sobre sí toda el agua del relato y la absorbe en un solo punto”.

La guerra. Vidal es un adolescente que vive en la Arcadia. Ha ido a veranear a Baena en julio del 36, y allí conoce el anarquismo utópico de gentes sencillas y buenas, y conoce el amor primerizo, físico y romántico, con Clara Hervás, cuyo nombre da título al capítulo sobre la guerra. Esa Arcadia se quiebra de pronto con un disparo gratuito con el que un hombre ridículo mata a un perro libre de la calle. Ese disparo simboliza el recuerdo de la guerra, porque todo lo vuelve al revés y lo tiñe de sangre, en una locura disparatada de fuegos cruzados en el que todos mueren y matan para siempre. La guerra se cuenta en la crudeza de los detalles que le han dado la vuelta a la vida, y uno vive el miedo, la cobardía, la indignidad, la culpa, la desesperación, la excitación; uno se hace testigo de escenas olvidadas que vuelven a suceder. Luego viene la victoria, que es el otro lado de la derrota. Las cárceles, los juicios sumarísimos, el aplastamiento, el nuevo orden en el que unos son libres y poderosos y otros esperan a que los maten o los salven indignamente. Vidal Lamarca es salvado, pero su salvación física tiene el precio de la anulación de sí mismo, de la culpa y de la vida plana, un cúmulo de años sin nada.

La novela va y viene de la guerra y la derrota a Daza y los años 60. Ya sabemos de dónde viene Vidal Lamarca y ya entendemos por qué se empeña en no ser nadie. Vidal fue condenado sin culpa, pero liberado con culpa, y las dos cosas son insoportables. Tiene más de cuarenta años, y no sabe vivir. Dos personas le dan un mismo salvoconducto hacia sí mismo: el pintor Rafael Zabaleta y la mujer, Rosa Tebas.

La novela gráfica, la vida de Lamarca, elude, al final, aquella última viñeta hacia la que se dirigía. Cambia en el último momento. Sí, lo han adivinado: al final es el viejo camión soviético el que dicta el destino.

“El hoy es malo, pero el mañana es mío” es la mejor novela que he leído jamás sobre la guerra civil y sobre la sombra alargada de la incesante derrota y los nudos que no pueden deshacerse si alguien no te ayuda sin tú pedírselo. La guerra como “un chicle negro que los mayores masticaban en silencio sin que nunca pudieran tragarlo ni escupirlo; como un camión ruso oxidado en la entrada de la empresa Lanza”. Una novela de acción llena de ideas, y una manera de contar las cosas que sirve para descubrirlas, más que para describirlas. Pura literatura. Una experiencia.

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