El Dios escondido en busca del hombre perdido

XL Semana Sanjuanista
Úbeda, 11 noviembre 2016

1. “Los Frailes”.-

Si en Úbeda alguien dice “los Frailes” sabemos que no se está refiriendo a un conjunto de personas, o a los religiosos, o a los monjes de las órdenes mendicantes, sino a un lugar. Los Frailes, en Úbeda, es el convento de los Padres Carmelitas, la iglesia de San Miguel y el oratorio de San Juan de la Cruz. Es como un barrio de Úbeda. Y quiero decir algo que pensamos todos los ubetenses: “Los Frailes” es un espacio lleno de virtud que a Úbeda ennoblece. No por su belleza, de la que ahora no me interesa tratar, sino por las toneladas de oración y espiritualidad que en ese espacio se ha concentrado a lo largo de más de cuatro siglos de presencia de los carmelitas en esta ciudad. Tuvimos suerte de que Juan de la Cruz encontrase aquí la muerte, pero la tuvimos no tanto para que el nombre de nuestra de la ciudad aparezca en otra entrada de las enciclopedias, sino sobre todo porque en “Los Frailes” están los frailes. Recuerdo ahora, por ejemplo, al Padre Francisco, el fraile simpático y cercano que bailaba recogiéndose la sotana en la fiestecilla de nochebuena, después de la Misa del Gallo; sobre todo recuerdo al Padre Carlos, prior, que antes de que le dijéramos nada ya nos había comprendido y se había puesto de nuestra parte, para luego explicarnos lo que nos estaba pasando por dentro. No ha podido ser en vano tanta espiritualidad concentrada en los frailes de Los Frailes. Yo quiero dar, como ubetense, las gracias a los frailes de Los Frailes de Úbeda. Fue una gran pérdida para esta ciudad que no quede ya ningún jesuita; menos mal que aún siguen los frailes.

2. San Juan de la Cruz según Juan Pasquau.

Quiero rendir también otro tributo. A mí San Juan de la Cruz me sabe a mi padre. Lo que sé de San Juan de la Cruz lo he leído de él. Creo que él entendió muy de cerca la poesía mística de San Juan de la Cruz, y supo ponerse en sintonía. No es falsa modestia decir que me siento muy, muy pequeño cuando compruebo la grandeza de espíritu con la que mi padre contemplaba el Cántico Espiritual, la Noche Oscura y la Llama de Amor Viva. Ya quisiera yo poder acercarme al movimiento espiritual que esos versos producían en mi padre, y que dejó reflejado en una serie larga de artículos que están ya recopilados por Manuel Madrid en una colección dispuesta para su publicación, cuya lectura sería abrumadoramente más provechosa que mis reflexiones. Juro que no lo digo para aparentar humildad. Sea o no fervor de hijo, soy sincero si digo que en algunos pasajes mi padre sugiere la mejor interpretación de la mística de San Juan de la Cruz. Sus reflexiones saben a auténticas. Él no “leyó” a San Juan de la Cruz, sino que una y otra vez se acompasó con él, y nos propuso una y otra vez una manera exigente y rotunda de entender a fondo a San Juan de la Cruz, desde su convicción de que “se cree con la vida entera, o la vida se tambalea” (“La nueva frontera”), lejos de los tópicos a que puede dar lugar una lectura ligera y culturalmente contaminada, que se conforma con la calderilla de los sentimientos fugaces. Desde aquí ofrezco esos escritos de Juan Pasquau sobre San Juan de la Cruz con la convicción de que no leerlos es un desperdicio.

Y dicho esto, bajamos a la segunda división, que es la de las reflexiones que en una persona más desordenada, menos íntegra, más difusa y tibia, más acomodada y con menos fe, suscita el drama de la persecución de Dios que constituye el nervio principal de la obra de San Juan de la Cruz.

3. Dios escondido, noche oscura.

Sobre la experiencia de dejar de ver a Dios, de no verlo por ninguna parte, de no sentir su presencia, de no saber ni siquiera en qué consiste realmente su presencia, se habrán dicho en foros como éste cosas magníficas. Seguramente también sobre presencia, sobre encuentro, sobre seguimiento y vocación. No es un tema original. No puedo pretender que lo sea, porque se trata de una experiencia común de cualquier creyente dispuesto a vivir su fe de forma compleja y adulta, es decir, dispuesto a reconocer que su fe no es un suelo firme y constante, sino algo que tiene que ver más con el horizonte al que nunca se llega, con la apuesta sin seguridades. Y menos aún puedo pretenderlo aquí, en el entorno donde San Juan de la Cruz es una referencia: pocos como él supieron describir la mística de una persecución de Dios que se pone en fuga, incitando al creyente a reconocerlo en los fugaces reflejos que va dejando, a sacudirse de sí mismo y a salir en su búsqueda. Es importante ahondar en la calidad de esa fe difícil, no conformista. Hace falta saber qué queremos decir cuando decimos “Dios escondido” y cuando decimos “noche oscura”. Bajo estas palabras pueden cobijarse meros subterfugios o coartadas autocomplacientes, pero también dramas y realidades difíciles, tanto individuales como culturales, es decir, ambientales.

A esto quiero dedicar esta oportunidad que generosamente me habéis ofrecido de reflexionar en el marco de la semana sanjuanista. Y reclamo para mí la dignidad de la segunda o la tercera división. Diré las cosas que están a mi alcance, y las dirijo no para quienes transitan o transitáis por itinerarios de mayor exigencia en la experiencia mística, de oración o de compromiso cristiano. No quiero ponerme como ejemplo de nada a imitar, pero sí podéis tomarme como ejemplo de tanto cristiano que, como yo, se pasa la vida a medio camino, entrando y saliendo, yéndose y volviendo, sin abandonar pero sin entregarse decididamente al camino. Somos muchos, y creo que es bueno que unos y otros hablemos con toda sinceridad, porque esa es condición para que el diálogo tenga sentido.

Por eso, permitidme que comience diciendo que San Juan de la Cruz puede, a veces, resultar abrumador. Su vuelo es alto, muy alto, tanto que es capaz de dar a la caza alcance. En él, en Juan de la Cruz, el círculo es virtuoso: presencia mística, fuga, nostalgia y noche, búsqueda, y nuevo encuentro gozoso. Sus poesías más célebres dan cuenta de una experiencia mística superior: una persecución de Dios a vida o muerte, una apuesta verdadera sin garantía y sin reservas, un todo o nada. Mi vida, en cambio, como imagino que la de tantos, está llena de por si acasos, de dependes, de ya veremos, de no lo sé, y de un cierto desorden espiritual que oscurece la voluntad y dificulta apuestas tan fuertes. Por eso el Cántico espiritual es para mí un espectáculo de belleza, más que una guía piadosa a mi alcance. Es fácil admirar a San Juan de la Cruz, pero no lo es tener la disposición o la suerte de poder seguirle de cerca.

Me viene a la memoria la reacción de un buen amigo, hace muchos años, tras escuchar a un monje del monasterio de Silos, que nos estuvo hablando de su experiencia de oración en una charla de un campamento de verano. El monje transmitía una sensación de plenitud, de casa sosegada, de armonía personal. Nuestro sentimiento era más de envidia que de fervor. Entonces, mi amigo le dijo: “lo que nos dices está muy bien; pero ahora danos el libro de bolsillo para los que estamos chapoteando en el barro de la vida un martes cualquiera”.

4. Un día cualquiera.

Pongamos que es martes. Habré estado trabajando por la mañana entre papeles, pantalla del ordenador, códigos. Conflictos, trozos de vida difícil: un navajazo al salir de una discoteca, un funcionario que falsea unas facturas, una familia que se enfrenta por una herencia. Llamadas de teléfono, gestiones, correos electrónicos, quizás un café a mediodía hablando probablemente de política. Hacia las dos y media hay que irse: es la hora de recoger a los hijos, que salen del colegio. En el trayecto, parada en la panadería y ese momento de felicidad de dar un buen repizco al pan. Hacer una llamada pendiente, comer, dormir un rato frente al televisor, y luego la tarde por delante: un rato de prensa en Internet, estudiar un poco, escribir. A media tarde quizás hay que hacer de taxista para llevar a alguno a una actividad deportiva, a una tutoría del colegio o a una reunión del grupo de confirmación. Quién sabe, es posible que haya aprovechado para un recado, y que al volver de ese recado haya visto una iglesia abierta, y que me haya dado por entrar un momento, como hacía más frecuentemente hace años. Penumbra. Un sagrario, una vela, algunas personas dispersas entre los bancos, una lucecita en un confesionario, un olor a fervores húmedos, quizás un órgano ensayando salmodias. No acabo de decidir si tengo que dirigirme a alguien o si basta con estar allí y pasar un rato respirando ambiente católico. Quién sabe si puede llegar algún pensamiento, alguna sensación que me desconcierte. Es posible que entonces sienta alguna nostalgia. Una grieta de nostalgia en un día normal de ocupaciones cotidianas, tan alejadas del drama en que el que vive tanta gente que lo pasa mal. Me gusta ese sentimiento de nostalgia y me entrego a él sin ordenar ningún pensamiento, sin afilar ideas, sin buscar conclusiones. Simplemente me dejo llevar por una leve nostalgia de otros tiempos en los que en una iglesia y en un momento así me encontraba como “Perico por su casa”. Ahora sé que estoy en mi casa, eso no lo dudo, pero no me siento Perico. Estoy a gusto, sí, aunque… ¿dónde está Dios? ¿Tengo que mirar al Sagrario? ¿a la arquitectura de la iglesia? ¿dentro de mí? ¿a la otra gente que está rezando? ¿Tengo que mirar al pasado para identificarlo? ¿O quizás mejor me dejo llevar y no me atranco en esas preguntas? Y, ¿dónde están los demás? ¿Qué hago yo por los demás? ¿Me estoy limitando a consumir mi vida en el pequeño mundo de la búsqueda de un confort decente? ¿Me he conformado con intentar no hacer daño a los demás? Es fácil que opte por rezar un padrenuestro: son palabras seguras, confortables, antiguas, dichas durante tanto tiempo por tanta gente, que me hacen sentirme dentro de algo: al menos, dentro de una oración, y dentro de una tradición de la que formo parte. Salgo de la iglesia y siento que también la calle es mi casa, el aire de la tarde, la gente, los coches, los bares, la ciudad. Es un día cualquiera, y sigue transcurriendo con normalidad hasta la noche.

5. La presencia de Dios.

Me gustaría reflexionar en voz alta sobre algo que desde hace años no tengo claro, y que tiene que ver con nuestro “Dios escondido”: qué eso que llamamos la “presencia de Dios”. San Juan de la Cruz nos la describe como una experiencia personal: a veces en forma de anhelo, otras de goce. Pero nuestras experiencias personales suelen ser ambiguas, interpretables, muy variables, y podemos llegar a conclusiones equivocadas sobre la presencia de Dios. Creo que sobre este asunto somos tributarios de imágenes demasiado exageradas que quizás nos confunden. Voy a intentar explicarme; no conla intención de que asientan, sino de que comprendan.

He conocido y conozco a gentes religiosas que son capaces de tropezarse con Dios a cada momento, y que sin embargo no están llenas de Dios. Personas que tienen estrategias para acordarse de él varias veces al día (una vez supe que a eso se llama “industrias humanas” para no perder la presencia de Dios). Gentes que se sienten continuamente miradas por Dios en las escenas cotidianas de la vida; que tratan a Jesús como a un amigo con el que hablan como se habla con un amigo; que atribuyen a Dios la curación de una gripe, el contagio del SIDA, o la lluvia por la que han rezado; que encuentran signos de Dios en tantas cosas que les pasan cada día o cada noche: una tristeza, la cosecha, el aprobado de un examen, el gol de su equipo en el último minuto, un encuentro fortuito con alguien, un libro que sobresale en la estantería de la biblioteca. Todo son señales de Dios, de un Dios que pide, que sugiere, que escucha, que responde, que está presente en la habitación.

Yo también viví así un tiempo. Era un tiempo en el que Dios estaba en todas las cosas, porque así debía de ser. El mundo cultural que yo aprendí tenía la marca de Dios, y Dios estaba en el ambiente como el sol y la luna. Era una cultura con Dios como principio y final, teocéntrica. Un Dios intervencionista, pendiente del detalle de cada una de sus criaturas. También de mí: Dios aprobaba mis esfuerzos, reprobaba mis claudicaciones, y luego me perdonaba. Dios me llamaba por mi nombre y no necesitaba ángeles de la guarda, porque él directamente, sin intermediarios, parecía estar pendiente de todos mis movimientos. Había algo de inflación de Dios en mi vida de adolescente y de joven, y seguramente llamaba “Dios” a realidades puramente humanas que yo elevaba de categoría.

Yo no voy a juzgar la experiencia de los demás, pero sí puedo sospechar de la mía. Yo creo que con frecuencia tomé el nombre de Dios en vano, convirtiéndolo en un amuleto y también en una muleta. Seguramente eso me hizo ponerme de puntillas y crecer, pero es más que posible que con tanto manosearlo lo estuviese moldeando a mi imagen y semejanza, dibujando sus perfiles con trazos demasiado concretos y ajenos a la noción de misterio, que es el área en la que Dios queda a salvo de nuestras pretenciosas interpretaciones. Por lo general era un Dios confortable, acomodado al espacio que yo le reservaba. Algo así como un dios-mascota.

Pienso ahora que un Dios así puede durar más o menos, puede incluso durar toda la vida, pero lo más probable es que acabe envejeciendo, ritualizándose, o convirtiéndose en una ideología, lo que más o menos es lo mismo. Y pienso que entonces es cuando Dios se fuga. Se fuga, claro que sí, porque un verdadero Dios no puede caber en una costumbre, ni en un repertorio de reglas, ni en una idea, ni en una religión, ni en un templo. Tiene que salir de ahí, fugarse, y quizás esconderse. Bien que insistió Jesús, empeñado en liberar a Dios del templo en el que lo tenían secuestrado para que pudiera derramarse entre la gente no religiosa. Porque si es Dios, ha de estar no en el más allá, pero sí, siempre un poco más allá. Nunca atrapado en nuestras manos, guardado en una caja o encajado en un pensamiento. Dios es el incomprensible, el que intranquiliza, el que desconcierta. Un Dios semper maior, siempre mayor a lo que podamos pensar, decir o imaginar de Él.

Pero aquí está la paradoja. ¿Cómo sentir la presencia de un Dios que, por definición, no se deja apresar, porque no cabe en lo más grande que podamos imaginar? ¿Qué pasa cuando desconfiamos del dios pequeño y se nos deshace el que habíamos inventado a nuestra imagen y semejanza? Es fácil que entonces acometan las dudas, y que un fondo de increencia reclame su turno de palabra. Dios se disipa y, como no somos San Juan de la Cruz, no salimos corriendo tras Él, sino que nos quedamos pensando. Aprendemos a vivir sin un dios cotidiano, vivimos la vida de frente, sin tensión espiritual, entregados a deberes y placeres que no necesitan la firma de Dios para tener sentido, y nos topamos con que en casa estamos solos. Dios no está. Se le espera, pero no está. ¿Adónde te escondiste? Hay una primera respuesta para esa pregunta: ‘me escondí más allá, porque tú te empeñabas en llevarme donde tú estabas’.

Es la situación en la que se encuentran no pocos postcristianos que se han quedado sin noticias de Dios y sin sentir su presencia, tentados a creer que aquellas presencias antiguas fueron imaginadas. Tentados a creer que la verdad está en la noche, que el día es una ilusión, y que por tanto lo que hay que hacer es poner bombillas para instalarse en la noche como si fuera de día. Entonces la creencia se hace más difícil, porque requiere un acto de voluntad que a su vez requeriría una motivación. Dios pierde su letra mayúscula y se convierte en una hipótesis, en objeto de estudio, en una explicación probable. Esa experiencia prolongada, y aderezada con un contexto cultural que ha aprendido a prescindir de El, que puede explicarse a sí mismo de manera autorreferencial, y que a lo desconocido ha dejado de llamarlo misterio, esa experiencia prolongada puede conducir derechamente al agnosticismo. Quizás sea una derrota, pero también es una realidad sobre la que haríamos bien en reflexionar: la fe se levanta sobre un fondo común de increencia que nos hermana a todos. Aclaro que por “increencia” no entiendo el hecho de “no creer”, sino una sorda e intermitente sospecha de que podríamos estar creyendo en algo inventado. La increencia, así entendida, no es el reverso, sino el trasfondo de la fe. Y reconocerlo quizás sea un buen punto de partida para no incurrir en un cristianismo de nidos calientes, que cuanto más se aprietan entre sí más se aíslan de su entorno.

En este pequeño drama hace falta una actitud de radical honestidad. Esa honestidad la identificamos con frecuencia con la fe misma: pensamos, así, que sería deshonesto dejar de creer, porque suele ser el resultado de un no vivir en coherencia con la fe aprendida. Pero esto ayuda poco, porque el que se halla en ese estado podrá decir: “es posible, pero ¿qué voy a hacer? ¿voy a empeñarme en creer para ser honesto?” Por eso, junto a la honestidad de tomarse en serio la fe, hace falta también otra honestidad: la de no fingir seguridades. La de reconocer el fondo de increencia que forma parte de nuestra creencia. Yo a veces no sé responderme a la pregunta de si Dios está escondido porque nunca estuvo, o si soy yo el que está perdido. Un amigo mío dice que eso me lo pregunto porque soy cristiano, y me gustaría que tuviese razón: soy creyente porque no me conformo con las respuestas que me apartan de Dios, y porque no abandono la sospecha de que los reflejos de Dios son realmente testimonios de Dios. Soy creyente porque prefiero la desazón de los momentos o las épocas de increencia a la indiferencia. Eso lo he aprendido bien: la indiferencia no es un estado intermedio entre fe e increencia, sino el grado mayor de alejamiento de la fe. La indiferencia socava los fundamentos de un posible diálogo, priva de toda fuerza a los argumentos, vacía de sentido a las palabras y casi hace imposible el hecho mismo de la comunicación, pues priva al indiferente de oídos y de cualquier otro punto de contacto para lo religioso (Carlos García Hirschfeld).

6. ¿Dónde estás tú?

Quizás, amigos, eso que llamamos presencia de Dios sea uno de esos bienes que se dan “por añadidura”, y que, como el sueño, se niegan o se resisten si se buscan expresamente. Es posible que empeñarse en sentir a Dios no siempre sea una buena idea, y que la experiencia de “Dios escondido” sea el resultado lógico de un empeño mal orientado. ¿No se nos ha ocurrido pensar alguna vez que si Dios está escondido no es porque quiera que lo busquemos, sino porque no nos encuentra?

Me atrevo a traer aquí una conversación privada que tuve hace bastantes años y que recuerdo bien. Era una época, la de los años posteriores a la Universidad, en la que cultivaba una cierta militancia cristiana, aunque más centrada en lo intelectual que en lo espiritual. Empezaba a sentir la lejanía cotidiana de Dios, y me costaba ya pronunciar alguno de los pasajes del Credo. Carlos García Hirschfeld, uno de los tres jesuitas a los que tanto debo (los otros dos fueron el Padre Mendoza, de SAFA, y mi primo Antonio Ocaña) volcaba su actividad, con una lucidez fuera de lo común, en lo que entonces se llamaba la pastoral universitaria. Le transmití mi sensación de haber perdido la “presencia de Dios”, salvo en momentos privilegiados. Será difícil que olvide lo que me dijo aquella tarde. Empezó diciéndome algo que tardé en entender: que la presencia de Dios no es otra cosa más que estar donde Dios quiere que estés. Luego lo explicó de otra manera. Me dijo que la pregunta “dónde está Dios” es inevitable hacérsela de vez en cuando, pero que hay otra pregunta más interesante: “dónde estás tú”.

Podríamos vivir sin saber dónde está Dios, sin sentirlo al contemplar una puesta de sol o al escuchar una música “divina”; pero no deberíamos poder vivir sin saber dónde estamos nosotros. No es una pregunta cualquiera. Si, además, uno es cristiano, la pregunta trae consigo coordenadas recognoscibles para situarse: dónde estamos con relación a unos valores, a unas intuiciones, a unos principios a los que damos autoridad. Dónde estamos en relación con los demás. Dónde en relación con la seriedad y honestidad en el trabajo. Dónde en la amistad. Qué sabemos de nosotros mismos. En cuánto nos parecemos a lo que nos gustaría ser. Hasta qué punto nos empeñamos en vivir una vida con sentido. Cuáles son nuestros compromisos morales. Qué resistencia ponemos al rencor, a la soberbia, a la codicia y al resto de pecados capitales. Qué realidades miramos, y cómo las miramos. En qué contribuimos a la alegría de nuestro entorno, cuánta pesadumbre añadimos a los demás. Estas son preguntas fecundas, porque conectan con lo más hondo y con lo mejor de nuestro ADN, que es donde a mí me gusta imaginar escondido a Dios. San Juan de la Cruz dijo, esta vez en prosa, que Dios es el tesoro escondido en el fondo del alma, y que por eso es necesario entrar en el “retrete interior del espíritu”. Y San Agustín dice: “No te hallaba, Señor, de fuera, porque mal te buscaba fuera, que estabas dentro”. Pero, ¿qué significa esto de que Dios esté dentro de uno?

Tengo la convicción de que si es verdad que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, y no al contrario, debe haber dejado un rastro en la misma naturaleza humana, y no debería ser necesario hurgar en el cielo para estar donde Dios quiere que estemos. Sí, esa podría ser la presencia de Dios. Aunque no se invoque su nombre, aunque no se le reconozca, aunque no se haga la señal de la cruz a cada momento, no debe haber mejor camino espiritual que dejarse llevar por lo mejor de uno mismo. Pero eso no siempre fluye naturalmente: hay resistencias, hábitos, afectos desordenados, y por eso poco mejor podemos hacer que preguntarnos con honestidad dónde estamos. Nada más parecido a Dios conocemos que lo humano, y por eso en el evangelio los ritos son contemplados como un apaño, un sucedáneo de Dios, porque donde Dios quiere que lo encontremos no es en el cielo, sino en los otros.

Verticalidad hacia lo hondo de uno mismo, y horizontalidad hacia los demás, quizás esos sean los caminos donde se esconde Dios, y nosotros venga mirar hacia arriba. Ya sé, sin embargo, que el cristianismo no es únicamente una actitud de solidaridad y belleza moral, pero sí es verdad que la belleza y la bondad son caminos convergentes con la verdad. Esto último también lo aprendí de mi padre.

7. La oración del hombre perdido.

Y claro, no siempre estamos donde Dios querría que estuviésemos, o donde deberíamos estar, o donde, en nuestros momentos lúcidos, sabemos que querríamos estar. Pródigos de nosotros mismos, quizás estamos, como en la parábola, en una “provincia apartada”, apacentando a los cerdos, es decir, alienados. Qué interesante es pensar con la parábola del hijo pródigo en la presencia de Dios. ¿Dónde estaba el padre, cuando el hijo ansiaba comerse las algarrobas de los cerdos? No estaba a su lado, estaba lejos, no fue a buscarlo; pero la parábola explica que “cuando [el hijo] aún estaba lejos, lo vio su padre”. Es una manera sutil de decir algo fundamental: que estaba esperándolo, que estaba pendiente de si volvía. Fijémonos en que no fue a por él, y que lo que devolvió al hijo pródigo a su sitio fue algo que se cuenta con claridad en la parábola: el recuerdo de la casa de su padre, en un momento en que el hijo se estaba preguntando precisamente dónde estaba él.

A eso vamos. ¿No será verdad que todos tenemos el recuerdo de Dios en nuestra naturaleza? ¿No será que ese Dios escondido en nuestra propia naturaleza es el que puede ayudarnos cuando estamos “perdidos”? Si así fuera, sería verdad que la mejor pregunta que podríamos hacernos de vez en cuando es aquella que a mí me aconsejaron: “¿dónde estás tú?”

Probablemente esa pregunta, si uno se la hace en serio, sea lo que los cristianos llamamos una oración, y ya sabemos que la oración es uno de esos lugares transitables para la fe. No me gustaría que esto se pareciera a una charla piadosa, porque entonces yo me sentiría un charlatán. Pero sí me gustaría decir algo sobre la oración del hombre perdido.

¿Cómo puede concebirse la oración si Dios está escondido y no se tiene la confianza de que vaya a acudir a la cita? ¿Cómo puede orar el hombre perdido?

No he contado lo que el monje de Silos contestó a mi amigo cuando le pidió el “libro de bolsillo” de oración para los que “chapoteamos en el barro un martes cualquiera”. Le dijo que la oración no es más que una zona verde de la ciudad del alma. Es decir, traduzco yo, un suelo donde están prohibidos los ladrillos y el cemento, donde las raíces subsisten y tienen espacio para sustentar árboles antiguos. Un parque en el tiempo, un silencio dentro del ruido, una quietud dentro del movimiento, un momento deliberadamente perdido: tras la ventana, en el sofá con música, o sentado en una iglesia con el eco de Dios. Ese era el librillo de bolsillo: estar dispuesto a perder un rato, igual que las ciudades han comprendido que tienen que habilitar espacios verdes no edificables. Nada más hace falta que el silencio. “Haz la prueba”, dijo el monje a mi amigo, “intenta estar en silencio diez minutos”. No hace falta plantar muchas jaculatorias, ni guiarse por devocionarios. Buscar algún momento de silencio cualquier martes es una manera de ponerse en movimiento, de abrirse a la trascendencia, de ahondar en la intimidad, y quizás una manera de recordar la casa del padre, la marca del Dios escondido, llámese como se llame, a condición de no retarlo para que nos diga nada y de no esperar revelaciones ni presencias, es decir, sin pretender “traer a Dios” a lo cotidiano ni buscarlo titánicamente en nuestra espesura para que mágicamente se haga presente.

Puede parecer, amigos, que me estoy perdiendo y dispersando, no sólo en la vida, sino también en el hilo conductor de esta reflexión. Quizás se deba a que estoy juntado o mezclando ideas y experiencias que rozan la contradicción entre sí. Puede que sea un reflejo de una cierta confusión interior que devanea con la incoherencia. Doy muchas curvas, pero lo que quiero decir es lo que anuncia el título de esta conferencia, que no deja de ser una paradoja: el Dios escondido (el que se fuga de nuestros intentos de domesticarlo, atraparlo y normativizarlo) que busca al hombre perdido. ¿Cómo puede buscar quien se esconde? ¿no sería al revés? Aquí está la clave: donde el Dios cristiano, el de los evangelios,, quiere encontrarnos es siempre un poco más allá de donde estamos. Es contrafáctico, como el horizonte, que se aleja a medida que avanzamos hacia él. Lo que quiere no es que divinicemos las estructuras humanas ni nuestros modos de vida, convirtiéndonos en una tribu de Israel con su propio Dios dentro, sino que nos reconozcamos como hombres y mujeres nunca conformes con dónde estamos. Se esconde para que no lo poseamos. Nos deja solos una y otra vez para que asumamos nuestra condición humana y sigamos nuestra vocación, es decir, como antes he dicho, nos empeñemos en la mejor versión posible de nosotros mismos. La fe ayuda a encontrar esa vocación, porque la incardina en una comunidad de creyentes; pero la increencia, puntual o prolongada, mientras no degenere en indiferencia, puede no ser más que el hueco que deja el Dios que se escapa y esconde para seguir siendo verdadero Dios, y no un ídolo. Puede ser una llamada de Dios, si nos deja con nosotros mismos y nos hace preguntarnos dónde estamos. Rahner, el gran teólogo alemán, lo dijo con estas palabras: “cuando el hombre acepta su existencia con responsabilidad absoluta, y busca y espera el sentido de su vida con absoluta confianza, ya ha encontrado a Dios, llámele como le llame”.

8. Casa tomada.

Generalmente estamos en el confort, o al menos es lo que intentamos. El confort es la aspiración pequeño-burguesa por excelencia: la búsqueda de lo plano (y la renuncia a la cumbre) por miedo al precipicio, la protección frente a las experiencias de crisis. La pequeña seguridad de lo cómodo. La exaltación de lo fácil y la elusión de lo difícil. Uno puede preferir un sillón confortable, pero no una vida confortable, sin más. El confort es la versión light del “líbranos del mal” que pedimos en el Padrenuestro. Pero el confort como modus vivendi conduce a una vida alienada y progresivamente sin sentido. El universo reducido a las cuatro cosas que hemos podido comprar, y demasiadas energías gastadas en que no nos pase nada. Las crisis del confort son las peores. Nos pillan indefensos, postrados en el sillón, sin musculatura moral, sin anticuerpos. Nada de confort hay en el Cántico Espiritual, en la Noche Oscura, en Llama de amor viva. Lo peor no es el dolor por una desgracia, la ansiedad por un miedo, ni tampoco la indignación por una injusticia. Lo peor es la terrible sospecha de que uno vive en una casa ocupada por el vacío moral.

En uno de sus mejores relatos, “Casa tomada”, Cortázar describe a una pareja de hermanos, ya mayores (“mocicos viejos”, diríamos en Úbeda), que vive una vida vacía en la casa que fue de sus padres, de sus abuelos, de sus bisabuelos. Sus vidas consisten simplemente en vivir en su casa. Un día comienzan a oír ruidos extraños. Su reacción es ir cerrando puertas y clausurando las habitaciones de las que viene el ruido, para defenderse de él. Siguen leyendo, tricotando y dejando pasar las tardes en espacios cada vez más reducidos y clausurados, como si nada. Ni siquiera intentan recuperar las cosas que se quedaron en las habitaciones cerradas: se hacen a lo que les va quedando. Hasta que finalmente abandonan la casa, tomada por el ruido. Nunca se atrevieron a investigar qué era ese ruido. Estaban perdidos: el ruido era el vacío de sus vidas.

En nuestra vida el ruido del vacío pugna con nuestra voluntad, y a veces gana. Gana cada vez que nos dejamos llevar por la indolencia moral. Es quizás el peor pecado, la peor crisis, porque es una crisis silenciosa, expansiva, siempre podemos confundirla con un estado de ánimo o con la edad. La falta de alegría es el principal síntoma. La alegría, el mejor remedio. Siempre hay algo que podemos intentar: extraer alegría del pozo interior y sacarla a flote: darla, porque la alegría no se gasta como el dinero, sino que se contagia. Cuanta más das, más tienes. “Estad alegres en el Señor”, dice San Pablo. Podemos, si queréis, quitar lo de “el Señor”. Empecemos por estar alegres, porque quizás ahí esté el Señor, en la alegría recién sacada del pozo. Alguien debería recordarnos que una de las principales tareas de la vida es estar alegres, a pesar de todo. Yo creo que es un compromiso moral.

Del que siempre se queja, líbranos, Señor. Del que embadurna el ambiente de pesadumbre, líbranos, Señor. Del maledicente, del taciturno, del inquisidor, del que va a la caza de los defectos ajenos, del miedoso, del que necesita para ganar en altura que los demás se agachen, del que no soporta enseñar una mancha, del que se complace comprobando lo estúpidos que son los otros, líbranos Señor. Son muchos, son demasiados, y por eso es importante una actitud de resistencia que cultive la “alegría a pesar de todo”, es decir, la que brota del agradecimiento, ésa que nos empuja a fugarnos a veces de la casa tomada en la que nos encerramos, a sabernos padres de nuestros hijos, hijos de nuestros padres, amigos con amigos, eslabones de una cadena llena de sentido. Hay que sacudirse la indolencia moral. Si no, menuda vejez nos espera: pequeñitos y encerrados en un cuarto del que acabarán echándonos.

Inevitablemente llegan dolores y desgracias. Están ahí. Y a ciertas edades duelen más, porque queda menos tiempo para amortizar el dolor con alegrías futuras. Es difícil seguir alegre cuando llega una mala noticia, cuando se van perdiendo elementos e ingredientes. En esos casos, quizás, en vez de exportar alegría debemos estar dispuestos a importarla: a dejarnos ayudar; a no hacer del dolor un asunto propio y reservado. Si no se abre la ventana, aunque no haya ganas, se incubarán graves infecciones.

La contrariedad, la frustración, la enfermedad, la impotencia, las equivocaciones, los accidentes, forman parte de la vida, y hacen noche. La ley de la entropía es ley de vida. Los científicos han calculado cuántos millones de años le quedan al Sol: ni siquiera el sol se salva de la quema. ¿Cómo podemos estar alegres? ¿No percibimos a veces la alegría como una inocente inconsciencia de la tragedia que acabará engulléndonos? Alguien dijo una vez que el optimismo es un insulto a la inteligencia. Hay veces en que nos parece imposible que podamos volver a estar alegres, como antes; y vemos el futuro nada más que como un lento camino de deterioro y descomposición de lo que un día fue nuestro cénit: aquellos veinte años, aquellos treinta años “cuando éramos los mejores”, como dice la canción de Loquillo. Pero hay otra canción, ahora de Miguel Ríos, que se llama “Sesenta razones”, que compuso cuando cumplió sesenta años. Os la recomiendo. Hay sesenta razones para levantarse todos los días. Cuando llegan las desgracias, hay que repasar esas razones. Cada cual encontrará unas cuantas, en cuanto salga del aturdimiento.

La respuesta al dolor no puede ser la resignación. Puede ser la alegría a pesar de todo. La alegría difícil. La alegría de los héroes. Todos podemos ser un poquito héroes, es importante no olvidarlo.

9. Dios oscurecido.

Hay otras crisis para las que la respuesta no puede ser la alegría. Las crisis de injusticia. En la política, la justicia está en crisis. Vivimos en esta década la dictadura de lo necesario: reducir el déficit, aprobar leyes eficientes, pagar las deudas. Parece que la justicia social fue un lujo del siglo XX. Apenas nos descuidamos, nos instalamos en situaciones de injusticia sin que nos duela. Nos preocupa sobre todo nuestra seguridad: que no nos pase a nosotros lo que les pasa a otros. Sálvese quien pueda. Dejamos de creer en políticas y en gestos de justicia. Preferimos nuestra seguridad a la justicia, y por eso corremos cortinas que nos insensibilizan. Hay excluidos, hay últimos que se quedan fuera de todo, pero es inevitable –pensamos-, no hay más remedio. Siempre hay cosas urgentes que dejan para mañana la justicia. No tenemos tiempo para ser buenos samaritanos.

La respuesta a la injusticia debe ser la indignación. No puede ser de otro modo: la justicia es una de las marcas de Dios, la injusticia lo oscurece. Ése ya no es el Dios escondido, sino el Dios oscurecido por la contaminación de tanta sustancia tóxica que los humanos emitimos. Cada vez que falta consuelo para quien sufre, cada vez que no hay acogida para quien huye (de la pobreza o de la guerra), cada vez que no hay ayuda para quien se queda fuera del barco y de los botes salvavidas, cada vez que tomamos el nombre de Dios en vano, cada vez que hacemos daño, Dios se oscurece. Lo oscurece la injusticia, la autocomplacencia de los cristianos que aprendemos a convivir en la indolencia, la insensibilidad hacia los otros, entendiendo por los otros no sólo a los extranjeros, sino sobre todo a los pobres, a los delincuentes, a los feos, a los últimos, a las víctimas.

El hombre que se dirigía a Jericó, al que unos ladrones robaron y dejaron malherido al borde del camino, seguramente no tenía la tenacidad de Job, y es probable que Dios se le fuese oscureciendo cuando pasaban de largo clérigos y levitas, afanados en sus propias persecuciones. Luego, ya lo saben: pasó un samaritano y “se compadeció de él”, dice el evangelio. ¿No será esa compasión la mejor expresión de la justicia? ¿No será la compasión la más auténtica presencia de Dios entre nosotros? ¿No es la compasión el ADN divino en la naturaleza humana?

10. Epílogo.

Termino. He hablado, a mi manera y en prosa, del Dios escondido y de la noche oscura. Hay modos mucho mejores de tratar esa experiencia universal. La más célebre es la manera poética y mística de San Juan de la Cruz. Pero esa ya está grabada con palabras universales, que en Úbeda resuenan con un eco que sabe a otoño y a autenticidad. La mía es una torpe traducción esbozada en un martes cualquiera, confusa y de vuelo rasante. Yo preferiría utilizar palabras más confiadas. Ustedes se lo habrían merecido. Para compensar, y para que comparen mi achaparrado discurso con otro más inundado de fe, más católico y convencido, les dejo con unas palabras de mi padre, escritas hace ahora 46 años. Tratan de lo mismo, pero no tardarán en notar la diferencia de tono:

“Dios está siempre con el hombre, pero no siempre el hombre al lado de Dios. Dios, pues, es fácil de encontrar cuando el hombre se decide a buscarlo. Para encontrarlo, San Agustín daba una fórmula sencilla: no había de ir a Dios; bastaba venir dentro del alma y... allí estaba Él.
Pero hay épocas en las que el hombre se esconde de Dios, huyendo de su propia alma. Y entonces, el hombre llega a creer que el escondido es Dios. Dios nos cerca y luego nos entra, nos penetra... Sin embargo, nosotros, ciegos, salimos en busca de lo divino. Perseguimos lo divino, decimos que en pos de lo divino caminamos, cuando tenemos al Señor en casa.
¿Es este un tiempo sin Dios? Muchos dijeron: Expulsémosle del mundo. Otros han pensado: Está lejos, en su mundo. Los menos se consuelan: Dios enmudeció, pero actúa en el silencio, en su Silencio...
Hay un atolondramiento, hay una desorientación con respecto a Dios. Se insinúa en la Humanidad un regreso a Él: un regreso, tras el progreso. Pero, ¿cómo regresar? ¡Cuántas veces nos ponemos a peregrinar sin rumbo! Y no terminamos de encontrarlo porque no terminamos de buscarlo donde está. Resulta que está aquí.
Y si está aquí, no hay sino acallar todos los tumultos, el externo y el interno, para que su Palabra se deje oír.
Esta lección fue, al fin y al cabo, la fundamental de aquel «medio fraile» y Doctor entero que vino un día a Úbeda a morir. La «Noche Oscura del Alma» de San Juan de la Cruz era como la operación de policía espiritual que exigía dominar los «vollicios del alma» llena de gritos, y oscurecer el espíritu deslumbrado de reflejos, para que en su seno se percibiese la verdadera Voz e iluminase la auténtica Luz” (“Venir a Dios”, Dos temas de Úbeda, 1970).

Estas sí son palabras dignas de una semana sanjuanista. Quédense con ellas. Pongan ustedes toda la poesía, toda la mística, toda la fe que tengan, y completen así la prosa de mi confusión.

1 Respuesta

  1. Me ha gustado este artículo, muchas gracias por compartirlo y sigue así.

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