De repente, el verano.

Y  de repente, el verano. En un día el
verano, todos los veranos, porque los veranos llegan siempre en racimo,
con el peso de los que ya pasaron. En otoño se mira hacia adelante, a
los proyectos, a lo que debe reajustarse dentro de uno mismo. En
invierno se trabaja y se viven los pequeños dramas. En primavera uno se
disuelve en la impotencia del tiempo y de las cosas agitadas. En verano
uno se siente más bien en disposición de bucear hacia dentro. A finales
de junio uno se deja llevar en un lento abandono, en julio uno se da
cuenta de que las referencias cotidianas son diferentes, uno va
descendiendo hacia un delicioso abismo que llega a su máxima profundidad
a primeros de agosto. Es entonces cuando uno toca fondo y se encuentra
consigo mismo, por fin, en una ráfaga nocturna, en un mediodía quieto,
la toma de tierra de la corriente alterna de nuestras vidas
electrizadas.
 
San
Luis para abrir la puerta. San Juan para ahuyentar los malos espíritus.
San Pedro y Pablo para convencerse de que el verano definitivo es
posible. El Carmen y Santiago para hacer equipajes. San Ignacio para
cerrar la puerta, desde fuera, al cuidado cotidiano y al desorden que
habita en las estancias habituales. San Lorenzo para instalarse a la
intemperie en la eternidad de un momento. Los santos del verano son
mayúsculos, luminosos, abiertos. Son los verdaderos. Transitaremos ahora
por su zona de influencia en un itinerario que habríamos de proteger de
cierta vanalización que pugna por posarse en las chanclas que no sirven
de un verano para otro.

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